jueves, 3 de diciembre de 2009

Carta a mi ancla

Cuando solicité marcharme muy, muy lejos de nuevo... Aún no te conocía.

Es curioso ver que se aproxima de nuevo el momento de irse. Ese tic-tac interno, esa inquietud de pensar que cada día estás más cerca del momento, que cada día estás más lejos de donde pones los pies.


¿Sabes que resultó lo más duro de irme al Sol Naciente? Volver.

Cuando vuelves, nunca nada es igual. Y no, no importa cuánto lo intentes... nunca más volverá a serlo. Nos marchamos creyendo que aquí el tiempo se detendrá, que todo el mundo te estará esperando con una sonrisa en la cara y con los brazos abiertos, pero lo cierto es que nadie se detiene en el camino a esperarte. Pero, eh... pensadlo bien, ¿si queréis a alguien con toda vuestra alma, querríais que se detuviese por vosotros? No, por lo menos yo no. Prefiero que avancen libremente, y yo... yo cuando vuelva ya les alcanzaré poco a poco.

¡Mi ancla! Que me mantiene sujeta a esta tierra con todo su peso, con toda su contundencia. No sólo es una, son muchas, muchísimas... Esos amigos que siempre han estado ahí, esa familia inmerecidamente maravillosa, esos nuevos amigos, esos descubrimientos sublimes, esos compañeros de piso, de vida y de risas.

Cuando me concedieron esa beca, firmé la aceptación instantáneamente, sin mirár atrás. Todos los que me conocen saben que si no lo hubiese hecho, hubiese dejado de ser yo. Pero, eh... ¡Qué duro! Qué duro separarme de ti, separarme de todos vosotros.


¡Taiwan, espérame! Vas a tener que ofrecerme mucho para paliar el desconsuelo de marcharme de aquí.