domingo, 13 de julio de 2008

Kimi ga yo

Para celebrar la apertura de mi rinconcito de musiquita que podréis escuchar voluntariamente mientras leéis este humilde espacio, os voy a culturizar un poquitín sobre Japón.

El himno nacional, se titula "Kimi ga yo". Su letra dice:

君が代は
千代に八千代に
細石(さざれいし)の
巖(いはほ)となりて
苔の生(む)すまで


kimi ga yo wa
chiyo ni
yahiyo ni
sazare ishi no
iwao to narite
kake no musu made

Para traducirlo empezamos bien. Para empezar el título ya es intraducible al castellano. Sería literalmente parecido a "Tú eres épocas", y teniendo en cuenta que ése "tú" es el "Kimi" que se usaba para referirse a la realeza antiguamente, y el sentido figurado del kanji de "yo", "época", podemos traducirlo al español como:

Que su reinado, majestad, dure por eras enteras.

(¡Bienvenidos al interesante mundo de la traducción y sus complicaciones!)
En fin, de prisa y rapidito, la traducción de la letra (no literal, pues es imposible...)

Que su reinado, majestad, dure por siempre.
Mil generaciones.
Ocho mil generaciones.
Hasta que los guijarros
se conviertan en rocas
y de ellas brote el musgo.

Recuerdo una conversación con mi amigo Ken, que me decía que el himno de su país le gustaba pero le resultaba muy triste. Decía "¿por qué los himnos de todos los países suenan tan gloriosos, cuando el del nuestro parece una canción de funeral?"

Mi respuesta fue rápida, el himno de Japón si es cierto que es algo oscuro, pero no le falta majestuosidad. De hecho, no esperaba algo distinto de éste país. Creo que al escuchar la melodía se transmite una sensación que creo que va muy a la par con el espíriru japonés. Opinad por vosotros mismos.

Con letra:




Instrumental:

Crónica de un día en un lugar cualquiera de ésta parte del mundo.

Me he despertado ésta mañana, como todas las mañanas, y retumbaban en mi cabeza las palabras de mi jefe el día anterior: Nana, mañana puedes tomarte el día libre.

"Menos mal", he pensado. El dolor de mis pies agradecía el favor. Si hay algo que no me gusta de integrarme en la sociedad japonesa es tener que trabajar como uno de ellos. Después de la jornada de 15 horas (sin bromear) de el día anterior, un descansito al fin nunca viene de más.

Estaba empapada en sudor, así que me he levantado para abrir aún más las cortinas y dejar pasar el aire. El aire caliente. He mirado el reloj para darme cuenta de que no lo llevaba, pues me lo quité antes de acostarme. "Deben de ser las once o así", he pensado.
Acercándome al ordenador y meneando el ratón para que volviese a iluminarse el monitor (pues jamás lo apago), he mirado el pequeño relojito de la esquina de la pantalla: las 14:23.

"Vamos, casi lo mismo que me había pensado." Ahora comprendía por qué ése dolor sutil que recorría todos mis músculos de cansancio la noche anterior había desaparecido casi por completo; mi cuerpo se había tomado la libertad de dormir lo que hiciera falta para recuperarse. Bueno, al fin y al cabo en un día de fiesta, una se lo puede permitir... ¿no?.

Algo que suelo preguntarme al subir al último tren para volver a casa mientras siento ése dolorcito comentado antes, es si habrá alguien en ése andén más cansado que yo. Ayer miré a la gente a mi alrededor: Era sábado, nadie llevaba traje; costaba adivinar quién venía de trabajar.

Al entrar al vagón miré al único asiento libre. ¿Después del día que he tenido, sería yo la persona más indicada para sentarse? ¿O acaso habría alguien que haya trabajado más horas y desde más pronto?

Después de vestirme ésta mañana (o debería decir tarde), he mirado la nevera para contemplar ésa escasez que la caracteriza tanto. "Bueno, mejor vamos a comer fuera..." Me he puesto lo primero que encontrado y he recorrido el pasillo de mi dormitorio hasta las escaleras.

Todos menos yo tenían la puertas de sus habitaciones abiertas de par en par para dejar correr el aire, y me saludaban desde éstas mientras pasaba por al lado. ¿Era yo la única algo recelosa de dejar que todo el mundo me observase mientras tecleaba en mi ordenador?

Veintiséis pasos es lo que he tardado en llegar al restaurante de al lado de mi casa.
Mientras caminaba oía el zumbar de los insectos al sol. Ése zumbidito que se oye todas las noches de verano en el campo, pero que era perfectamente audible a la luz del día. Al fondo de la ancha carretera de mi casa he mirado el puente que cruza el río; lo observaba aturdida a través de ése espejismo ondulado del calor. El cartel con el nombre de la calle decía todo: Heiwabashi; el puente de la paz.

El aire acondicionado del local ha sido como el elixir de la vida para mi piel. Me he sentado en el asiento de siempre, y la camarera de siempre me ha sonreído como siempre y me ha dado las instrucciones de siempre; como si no las conociese ya.
Sin embargo siempre me aventuro a pedir algo distinto, por eso de no caer en la rutina en todos lo aspectos. Ya que la sombra de la rutina está ahí la queramos o no, al menos habrá que intentar paliarla con algo de variedad de vez en cuando, aunque sea en los alimentos.

Entonces me he dedicado a mirar a la gente de mi alrededor:

Una pareja de mediana edad conversaba sobre trabajo. ¿Serían un matrimonio o sólo amigos? Quizá compañeros de oficina... pero en Domingo y vestidos de calle, no lo parecían. Además, "el puente de la paz" Era una carretera ancha llena de casitas y tiendas 24 horas, con restaurantes para viajeros de ésos que tienen el cartel iluminado en lo alto en un poste altísimo, con el aparcamiento al aire libre justo delante. El paisaje me recordaba sin duda a una carretera nacional americana de ésas que salían en las películas.
Y si algo escaseaba en Heiwabashi eran oficinas.
Definitivamente no, no eran compañeros de trabajo.

Había también una pareja de chicas jóvenes. Una de ellas, delgada como un fideo y con un translúcido vestido de flores rojas, se zampaba con alegría una gigantesca pizza de pepperoni y chorizo y una coca-cola de medio litro. Daba la sensación de que su presencia quería respirar el aire de todo el local. Su frenética y animada forma de hablar le hacía brillar como una estrella.

Sin embargo su amiga, enfrente de ella, la escuchaba silenciosa. Asentía la cabeza con la espalda algo encorvada. Su ropa sencilla, irónicamente, gritaba que quería pasar desapercibida. Podía leer con claridad en su frente un “no me mires”. Algo regordeta y no demasiado agraciada, tenía una aura vacía y oscura a su alrededor. Se comía una minúscula y transparente sopa de cebolla acompañada de un pequeño vaso de agua.

En un momento en que nuestras miradas se encontraron, le lancé inconscientemente una sonrisa de complicidad. Abrió los ojos como platos como si me hubiese leído el pensamiento. “¿Qué injusta es la vida, eh?”, quise lanzarle con mi mirada.

Luego vi a un hombre con una pequeña, que se ponía de pie sobre la trona para niños para mirar la carta que su padre leía con interés. Pulsaron el botón para llamar a la camarera, y el padre dijo:

- Un menú B y un menú para niños.

La niña frunció el ceño y ladeó su pequeña cabecita.

- Papa, yo no quiero el menú de niños.

¡Bendita infancia! En que nuestros pequeños cuerpecitos soñaban con ser adultos un día, pensando que el mundo sería más amplio y hermoso visto desde la altura de la mirada de nuestros padres. Pero lo que acabamos descubriendo es que, a más altos y grandes nosotros, a más elevada nuestra visión del mundo, éste, como por arte de magia, se empieza a encoger más y más. Recuerdo que pensaba de pequeña que quería ser mayor para ser libre, ¿Pero acaso existe libertad mayor en la vida que la que se tiene de niño?

Doy gracias que un día me negué a seguir creciendo; al menos en mi mente, pues en cuerpo supongo que poco puede hacerse.

Y ahí, sentada, en el bastante amplio local de ése restaurante de carretera, me he dado cuenta de lo cotidiano de todo lo que me rodea. He pensado en ése blog que escribo, donde tanta gente al día me dice que sueña con viajar al lugar dónde yo vivo. Y, sin embargo, al encontrarme en ése sitio, he pensado que el mundo, las personas, son tan iguales al fin y al cabo… La mente humana es universal, y aunque infinitamemente distinta de un individuo al otro, estoy segura de que situaciones como las que he contemplado podían verse en cualquier lugar del planeta.

Para lo que unos es un destino de ensueño, un lugar lejano e inalcanzable, no es más que un trozo de tierra donde conviven personas, que ya tendrán unos ropajes o un rostro diferente, que vivirán en casas con una forma distinta y celebrarán el año nuevo de otra forma, pero que al fin y al cabo son personas, como todos, y lo cotidiano existe, como en todos los lugares de éste mundo.