sábado, 14 de junio de 2008

Nana en el infierno de Disneyland

Hay cosas que son difíciles de combinar, que no pegan. La miel con la sal, el agua con el aceite, Britney Spears con los Kiss... Y a mí con Disney.

Que les tenga manía a esos personajitos que deberían resultarme arrebatadoramente encantadores sorprende a muchos. Un compañero de trabajo simplemente no podía creerme cuando le dije que no, no me gustaba Stitch, no, no tenía un peluche suyo y no, no tenía intencion de comprármelo en breve. Me contestó poniendo el grito en el cielo:
- ¡Pero si a todas las tías os gusta Stitch! ¡Es el recurso implacable de todo hombre en la tierra cuando no sabe qué regalar para un cumpleaños!

Desde entonces el interés de esa personita por mí aumentó notablemente. Al no gustarme Stitch me había convertido en una gaijin excéntrica y de mentalidad totalmente incomprensible, cosa que parecía resultarle misteriosa y digna de investigar.

Claro que he visto mis películas Disney en mis años mozos, como todo el mundo. Sin embargo al llegar a mi etapa post-infancia (no diré madurez, que es autodestruirse), empecé a ver la empresa de Disney como una fábrica de sueños comerciales bastante decadente y de capa caída. No era aversión, sinó total y absoluta indiferencia por todo lo que el mundo de Disney representara.

La aversión en sí misma nació al ir a Disneyland Tokyo.

Cuando anunciaron la excursión a Disneyland en mi escuela, no me excitó demasiado la idea. No me sorprendía ver a mis compañeras de clase dando saltos de alegría, pero sí me habría sorprendido verme a mí.
Sin embargo tampoco fui a desgana; me acompañaba una curiosidad bastante grande por saber qué se cocía en tan famoso lugar, ya que al no haber ido nunca ni siquiera al de París, siempre me preguntaba qué clase de lugar sería (pero sin demasiado énfasis, todo sea dicho).

El caso es que... 3 horas y cuarto es lo que aguanté dentro. Fue entrar y me embriagó una nube acaramelada de peluchitos andantes haciendo monerías que hacían las delicias de mis compañeras de clase, que se tomaban fotos con todos y todo. Me sentí como papá cuando lleva a los niños a la feria.
Entonces empecé a preguntarme si de verdad sería tan raro que no me gustara el ambiente de algodón de azúcar que me rodeaba; ¿Me habría vuelto una insensible? ¿Aburrida? ¿Masculina? Quién sabe, pero entre abrazos de Mickey Mouse mi interior gritaba por largarse de ése sitio.

Quizá los españoles conozcáis Port Aventura. Yo soy de ésas que hace años, de (demasiado) pequeña se puso plataformas sola y exclusivamente para subirse al Dragon Khan; soy la típica que me subo en las atracciones que puedan parecer más espeluznantes, y arrastro del brazo a cualquier víctima a quien hago pasar por el mal trago de subirse para hacerme compañía.

Así pues, al entrar por fin a la zona de las "Atracciones", si se les puede llamar así, tuve algo de esperanza de encontrar algo hecho a mi gusto.
Pero cuando nos subimos a la primera, que resultó ser un barco que navegaba por un riachuelo a velocidad absurda mientras a nuestro alrededor bailoteaban y cantaban unos muñecos terroríficos (para mí; para el resto de tripulantes eran adorables); mi cuerpo dijo basta.

¿Lo mejor? La comida. Si os pasáis por Disneyland Tokyo algún día (los que tengáis valor), no dejéis de pasar por el buffet libre inspirado en Alicia en el país de las maravillas. Cada plato parece más apetitoso que el anterior, postres a elegir y Hamburguesas con queso en forma de corazón, coronadas y todo. Caro pero vale la pena.


Almenos mi estómago se fue contento... Y mi mente decidida en que, a menos que quisiera volver a ir a ese buffet libre algún día, iba a abstenerme de volver a ése territorio de felicidad incomprensible... ¿O quizá la incomprensible soy yo?