Me han enviado una invitación en una de esas redes sociales tan populares últimamente. "Invitación" suena bien, pero era de algo que, al primer golpe, me ha parecido una broma.
"Día internacional de saltarse las clases"
Ale, y se quedan tan anchos. Por lo visto pretenden que el día veinticinco de febrero, todo alumno de todo rincón del planeta no vaya a clase por el simple y exclusivo motivo de que no le da la gana. Nada más.
No me quedan abuelos vivos, por desgracia, pero sí quedan vivas en mi mente sus palabras. Uno de ellos, me dijo una y otra vez que jamás desaprovechase la oportunidad de estudiar, que poder ir a la escuela, al bachillerato, a la universidad e incluso más allá fue algo inconcebible para él. Y no hablo sólo del pasado, hablo de que incluso hoy en día hay decenas de países donde los jóvenes y no tan jóvenes no pueden abrir un libro... porque ni siquiera los tienen.
Ni libros, ni aulas, ni pupitres, ni profesores, ni lápices, ni libretas a cuadros, ni cinta correctora en carcasa de colorines, ni sacapuntas con doble agujero, ni estuches pintados ni rotulador permanente con el que pintarlos, ni mochilas renovadas cada año ya sea con ruedines, clásicas o bandoleras, ni batas para no ponerse perdido ni témpera o acuarela con las que mancharlas, ni agenda donde apuntarse los deberes, ni folios para que el profesor les entregue esos deberes, ni pegamento en barra, ni tijeras, ni corcho, ni lápices de colores, ni "plastidécors", ni gomas de borrar ni carpetas ni forro autoadhesivo.
Ya no hablemos del autobús escolar, ni del ordenador de marras. Incluso hay gente que no tiene ni unos padres para que les chillen: ¡Haz el favor de levantarte e ir a clase!
¿Qué conclusión saco? Que somos unos desagradecidos. Podemos ir a clase sin mover un dedo, hasta secundaria ni siquiera hacemos el esfuerzo de aprender algo y miramos por la ventana mientras nos explican la lección, creyendo que ya lo sabemos todo. Cuando llegamos a la universidad, faltamos a clase deliberadamente, gruñimos con la mejilla sobre la mesa de la cafetería de la facultad que no nos interesa lo que estudiamos mientras se enfría nuestro café, eso sí, "universitario". Cuando vamos por la calle lucimos la carpeta con el logo de nuestra universidad con orgullo, como un "mírame, sé más que tú", al desconocido posiblemente doctorado que nos pasa por delante. De eso nos sirve.
Conozco a gente que emplea todo lo que gana en pagarse los estudios, que celebra cada beca o ayuda que pueda percibir para seguir adelante. Gente que cree en lo que hace, que ama lo que estudia y que lucha por ello. Ojalá en el mundo, antes de dejarte entrar en una universidad, evaluasen hasta qué punto vas a dar lo mejor de ti por esa carrera.
En mi clase actual empezamos más de ochenta personas. Yo, los días normales, no veo a más de cincuenta rondar por las aulas. Eso sí, el veinticinco de febrero todos a hacer novillos, que somos más chulos que nadie y seguro que el mundo entero admirará y aplaudirá nuestra iniciativa.
No me quedan abuelos vivos, por desgracia, pero sí quedan vivas en mi mente sus palabras. Uno de ellos, me dijo una y otra vez que jamás desaprovechase la oportunidad de estudiar, que poder ir a la escuela, al bachillerato, a la universidad e incluso más allá fue algo inconcebible para él. Y no hablo sólo del pasado, hablo de que incluso hoy en día hay decenas de países donde los jóvenes y no tan jóvenes no pueden abrir un libro... porque ni siquiera los tienen.
Ni libros, ni aulas, ni pupitres, ni profesores, ni lápices, ni libretas a cuadros, ni cinta correctora en carcasa de colorines, ni sacapuntas con doble agujero, ni estuches pintados ni rotulador permanente con el que pintarlos, ni mochilas renovadas cada año ya sea con ruedines, clásicas o bandoleras, ni batas para no ponerse perdido ni témpera o acuarela con las que mancharlas, ni agenda donde apuntarse los deberes, ni folios para que el profesor les entregue esos deberes, ni pegamento en barra, ni tijeras, ni corcho, ni lápices de colores, ni "plastidécors", ni gomas de borrar ni carpetas ni forro autoadhesivo.
Ya no hablemos del autobús escolar, ni del ordenador de marras. Incluso hay gente que no tiene ni unos padres para que les chillen: ¡Haz el favor de levantarte e ir a clase!
¿Qué conclusión saco? Que somos unos desagradecidos. Podemos ir a clase sin mover un dedo, hasta secundaria ni siquiera hacemos el esfuerzo de aprender algo y miramos por la ventana mientras nos explican la lección, creyendo que ya lo sabemos todo. Cuando llegamos a la universidad, faltamos a clase deliberadamente, gruñimos con la mejilla sobre la mesa de la cafetería de la facultad que no nos interesa lo que estudiamos mientras se enfría nuestro café, eso sí, "universitario". Cuando vamos por la calle lucimos la carpeta con el logo de nuestra universidad con orgullo, como un "mírame, sé más que tú", al desconocido posiblemente doctorado que nos pasa por delante. De eso nos sirve.
Conozco a gente que emplea todo lo que gana en pagarse los estudios, que celebra cada beca o ayuda que pueda percibir para seguir adelante. Gente que cree en lo que hace, que ama lo que estudia y que lucha por ello. Ojalá en el mundo, antes de dejarte entrar en una universidad, evaluasen hasta qué punto vas a dar lo mejor de ti por esa carrera.
En mi clase actual empezamos más de ochenta personas. Yo, los días normales, no veo a más de cincuenta rondar por las aulas. Eso sí, el veinticinco de febrero todos a hacer novillos, que somos más chulos que nadie y seguro que el mundo entero admirará y aplaudirá nuestra iniciativa.