martes, 22 de julio de 2008

Lo que nunca seré.

Decir "sábado por la noche en Shibuya" supongo que para los entendidos no requiere demasiada explicación.

Subí las escaleras de madera que llevan de mi enterrado puesto de trabajo a la superfície; al mundo real, si es que a Shibuya se le puede llamar mundo real.
Contemplaron mis pupilas cansadas los carteles de luces de colores, esos que tantas veces había visto en fotos desde años atrás, esos carteles que tanto ansiaba ver entonces. Debo decir, no obstante, que los veía algo borrosos; el cansancio me turbaba.

Retumbaba en la ciudad el sonido de la música que suena a todas horas en aquellas calles. Los altavoces colgados de las decoradas farolas suenan siempre al unísono por todo el barrio; no existe el silencio en Shibuya. Tampoco la calma, ni la naturaleza, ni el césped. No existen la oscuridad ni el descanso, ni el día ni la noche.

Pocos, apenas unos cientos de pasos separan mi trabajo de el archiconocido cruce de Shibuya, que tan majestuoso me pareció el primer día, y ahora era no más que parte del camino a casa.
Esa noche de tantas me coloqué como siempre mis cascos y encendí la música. Sentía el traqueteo al caminar de los trastos que se meneaban dentro de mi bolso. Tenía la frente algo húmeda de sudor, el calor veraniego era intenso y se me pegaba en la piel.

No sentía los pies. De verdad, no los sentía.
11:48 de la noche en Shibuya, Japón, y todo el mundo parecía divertise de fiesta menos yo. "Pringada", pensé, y seguí mi camino hacia abajo.

De repente noté una presencia que correteaba a mi lado. Al mirarle ví que esa persona parloteaba algo exasperadamente, algo que con la música no podía oir. Me quité un casco.

- ¿Qué?- Dije algo más alto de lo que requería la situación.

El joven, con una camisa blanca algo desabotonada y una corbata desabrochada, tenía ése pelito negro tan típico del país, corto y despeinado a posta, pues olía a espuma fijadora. Tenía la piel bastante oscura y los ojos sorprendentemente grandes para lo que, podría decirse, se espera de un japonés. Empezó a pronunciar torpemente algo que no entendí.

- ¿Perdona? - Le dije en el idioma que él debía comprender necesariamente.

Volvió a repetirse en ése extraño lenguaje. ¡Ahora lo entendía! Estaba intentando hablarme en inglés. Pobrecito.
Al ver mi cara de póquer se aventuró a hablarme en su lengua materna, cosa que agradecí:

- ¿Hablas japonés?
- Sí.
- ¡Genial! Ahora sí que sé seguro que tú vas a ser mi esposa.

Me quedé muda. ¿Qué?

- ¿Disculpa?

- Sí sí. Es que te he visto desde lejos y he dicho...¡Ésta chica va a ser mi esposa!

- Esto… ¿No crees que has bebido algo demasiado? – Personalmente yo no lo creía, no olía a alcohol y su forma de hablar parecía totalmente serena. Sin embargo sus palabras daban a entender poca cordura.

- No he bebido, te lo prometo, esposa mía. ¡Es el destino! ¿Nunca has visto a alguien y has sabido que tienes algo especial con ésa persona?

- No. – Mentí.

- Pues yo sí, hace pocos segundos, contigo. De verdad, normalmente no es que vaya atacando a las mujeres por la calle, pero es que contigo tenía que aventurarme.

- Ah… me alegro por ti.- Seguía caminando en la misma dirección sin detenerme, mientras él se iba cruzando delante de mí.

- ¿De dónde eres?

- ¿Te importa?

- Claro que sí, eres mi futura mujer.

-

- Venga, va, por decirme de dónde eres no te vas a morir.

- España. –Seguí caminando sin mirarle.

- ¡España! ¿Y tu nombre?

- Eso sí que igual me muero si te lo digo.

- Oh, venga.

- Olvídalo.

- Bueno, pues yo soy Kenta. Encantado, futura esposa.

- No soy tu futura esposa, Kenta…

- ¡Oh, me has llamado por mi nombre!, creo que voy a llorar… - Se puso la mano en el corazón. – Si no quieres que te llame futura esposa, dime tu nombre.

- Nana. ¿Contento?

- Nana… Bien, pues Nana.

- Qué.

- Cásate conmigo.

Me detuve en mis pasos, escandalizada. Curiosamente su tono no sonaba propio de un pervertido ni mucho menos de un borracho, es más, ni siquiera se me había acercado más de lo que se podría considerar “invasión de mi espacio vital”. No entendía la mente de ése chico. Era medianamente guapo y bastante alto, ¿Por qué tenía que rebajarse de ésa manera para hablar con cualquier chica? Le contemplé con los ojos abiertos de par en par y ladeé la cabeza.

- Kenta, creo que deberías irte a casa, descansar, y aclarar tus ideas.

- No, prefiero quedarme aquí contigo.

Puse los ojos en blanco. No podía creérmelo.

- Mira, llevo trabajando 15 horas y no me siento los pies, si tengo ganas de algo ahora es de irme a casa y descansar, así que tampoco te quedarías conmigo, pues yo me voy ya.

- Pues dame tu teléfono y prométeme que saldrás conmigo aunque sea una vez.

- Por favor… - Gruñí resoplando.

- Oh, vamos, ¿Acaso has salido con un chico japonés alguna vez?

- Eso no es de tu incumbencia.

- Bueno, es verdad que no lo es, pero yo soy japonés y tú española, seguro que tenemos mucho que aprender el uno del otro. Mira, te llevaré a dar un paseo en bicicleta por el puerto hasta el atardecer, luego iremos a algún festival de verano a comer yakitori y ver los fuegos artificiales; tu llevarás el pelo recogido y un precioso yukata de flores rojas, y yo llevaré el mío, que será sencillo pero elegante. Te enseñaré todo lo que sé de éste país y tú a cambio me lo dirás todo sobre ti, y así tú conocerás Japón como nunca y yo ya estaré contento con conocerte.

- Eso no va a pasar…

- Oh, vamos. Jugaremos a descubrir cada día algo nuevo los dos; te haré sentir como en casa en éste país de extraños, borraré de tu rostro ese gesto de cansancio. Yo seré el Shogun y tú serás mi Geisha, o si lo prefieres, tú mi princesa y yo el súbdito; prometo que contigo yo haría que no quisieras marcharte de aquí jamás.

Me quedé muda. Volví a pararme. No por que ésta vez quisiera, sino por que ya había llegado al cruce, que me prohibía el paso con su luz roja. Entre la multitud, le miré a la cara por primera vez.

- Kenta, lo que dices es muy bonito, pero lo siento… Tú nunca serás mi Shogun, y yo nunca seré tu Geisha. No te conozco ni creo que vaya a hacerlo más de lo que lo he hecho ahora. Sin embargo reconozco que no ha sido malo del todo el paseo hasta aquí. Así pues. – El semáforo al fin se puso verde. – Adiós.

Se quedó parado y yo seguí avanzando entre la gente. Le oí gritar:

- ¡Volveré a encontrarte! Por que ya sabes, eres mi futura esposa.

La gente me miró con mala cara. Crucé hasta el lado de la entrada de la estación. Al llegar no pude evitar mirar hacia atrás y ver el bordillo opuesto del cruce, donde él se había quedado. Cuando los coches volvieron a pasar y borraron de mi vista el otro lado de la acera, sonreí levemente.

Kenta. El chico que nunca sería mi Shogun. En el fondo le agradecía los pocos minutos en que intentó crear en mi mente castillos de papel, intentarme hacer ver el mundo de otra manera y hacerme imaginar una vida totalmente diferente. Hablaba de volver a encontrarme, en una ciudad enorme y fría, donde es casi imposible poder cruzarse con un conocido dos veces en la vida.

No iba a volver a verle nunca, eso era evidente. ¿Y si me hubiese atrevido a dejarle entrar en mi vida? Supongo que la desconfianza que los seres humanos tenemos los unos con los otros es demasiado implacable. Nunca caminaría a su lado con mi yukata de flores rojas; no existía ese yukata. No habría fuegos artificiales.

No obstante, imaginar que hubiera podido ser así me hizo sonreír por un momento a pesar de todo el cansancio que mi cuerpo acarreaba. Sin darme cuenta me había olvidado del dolor en mis pies y mi rostro se había recobrado. Kenta al menos había cumplido algo, y era borrar por completo mi rostro demacrado por el cansancio.

Le agradecí el favor en mi mente, yo, aquella que nunca sería su Geisha.